ESPERANDO...

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viernes, 30 de mayo de 2014

EL AMOR SE ALIMENTA DE LOCURA.

Hola niña,

Por favor… cuéntame todo lo de la reunión de antiguos alumnos. Me muero de ganas de saber la ración de barrigas y michelines que la heterosexualidad les ha traído de regalo… Seguro que tú estabas estupenda y has reavivado todas aquellas pasiones que despertabas entonces. Si supieran que ahora lo máximo que pueden conseguir de ti es cuarto y mitad de mortadela, se quedarían con dos palmos de narices (si no es que lo tienen ya).

Fíjate, cuando me hablas de tu vida en el pueblo, me parece todo tan lejano y diferente… Son muchos años viviendo en esta gran ciudad y leerte sobre la España profunda me hace pensar que si le dejase tus cartas a alguna de mis conocidas más tontas del lugar, reafirmarían su idea de que nuestro país es el norte de África. No sabes cómo he tenido que pelear con algunos en el pasado para que piensen que allí los españoles NO vamos vestidos de toreros todo el día y las mujeres NO bailan sevillanas a todas horas. Te juro que algunos es la idea que tenían. Afortunadamente con el tiempo, y Almodóvar, ha cambiado su idea bastante y ya conocen la paella, a Javier Bardém, a Penélope (no a ti, a la otra, aunque tú triunfarías bastante más) y si me apuras, alguno que otro sabe dónde está Albacete. Pero a lo que voy, en cuanto tengas ganas me cuentas la razón por la que decidiste ese cambio tan radical.

En fin… hoy me duele la muela de una forma apocalíptica. No sé si acabaré esto rompiendo el teclado o dándole un mordisco al ratón. Me he tomado un par de analgésicos y estoy algo atontado, por lo que si mi mensaje no tiene sentido alguno, pues ya me perdonarás, pero estoy que no me aguanto. Para colmo me han invitado a una fiesta de esas que sólo saben hacer en Manhattan. Sí, como en las pelis. Fiesta en loft maravilloso, en el que se reúne lo mejorcito del momento. Incluso puede que aparezca algún famosillo. Eso sí, si eso ocurre, la regla de oro es no hacer el cateto y correr a sacarte una foto con el iphone. Yo, lo siento, sigo siendo de los que me muero por hacerme la foto y me deslizo educadamente hasta que consigo mi propósito. De esta forma ya tengo una buena colección de instantáneas con las que fardar cuando vaya a verte.

Bueno, dejemos mi dolor de muelas y me centraré en la historia que dejé en mi anterior correo. Simon. Su repentina desaparición y mi decisión. Cómo imaginarás, yo no podía quedarme tan tranquilo en la ciudad. Se me comía la desesperación. Imaginé que me había dejado de querer, que había tenido un accidente, que me había dejado de querer, que estaba moribundo en un hospital, que me había dejado de querer, que se había marchado a médicos sin fronteras aunque no fuese médico y, sobre todo, que me había dejado de querer. El único contacto que tenía de él era el número de teléfono de su casa y el lugar  dónde decía que pondría el restaurante. Así que con esa maravillosa pista, decidí marcharme a Nueva York y buscarlo. Para aquel entonces los vuelos no eran tan baratos como ahora y yo no es que tuviese muchos ahorros. Hablé con mis padres y les conté mi decisión de marcharme. No entendieron nada. No quisieron entenderme. No pude hablarles de amor. No pude contarles la verdad. Por lo tanto, les mentí. Hablé de un trabajo maravilloso que me esperaba allí. Ellos sabían de mi afición por el mundo del cine. Estudiaría allí. Me haría famoso. Estarían orgullosos de mí. Mi padre, que nunca se preocupaba de mi vida, hizo un intento de ejercer y se negó. Mi madre, utilizando sus mejores chantajes, me suplicó que me quedara. Pero tú sabes que el amor es ciego y que la obsesión se comía mis entrañas. Debía saber lo que ocurría. Si le había pasado algo a Simon, pues lo cuidaría. Si me había dejado de querer, me tiraría desde el edificio más alto y King Kong fue una clara referencia en mi vida para saber cuál era. 

Los días siguientes fueron muy dramáticos. Vendí todo lo que pude y que iba destinado al billete de avión y a poder pasar unos días sin acabar en la indigencia. Te preguntarás si no tenía miedo. Es increíble cómo cuando eres joven y estás enamorado, todo te parece tan fácil. Lo único que me preocupaba era el llegar allí. El resto me traía sin cuidado. El cine me había enseñado que llegaría, conseguiría encontrar el restaurante, me vería entrar, nos miraríamos y correría a mis brazos. Me explicaría lo mal que lo había pasado cuando se quemó su casa y perdió todos los teléfonos, incluido el mío. Cómo casi se volvió loco al saber que no podría localizarme. Y es que el amor borra la lógica, esa que debería recordarme que podría haberme escrito a casa (tenía mi dirección). Que incluso se tendría que saber mi teléfono de memoria. Pero vuelvo a repetir, el amor no sabe de obstáculos.

Te voy a ahorrar detalles sin importancia y voy a lo que interesa. Llegué al aeropuerto un frío día de diciembre con una maleta cargada de ilusión y 600 dólares en el bolsillo. Por aquél entonces para mí eso era un fortunón. Mi madre, desafiando a mi padre, se fue un buen día por su cuenta y cambió pesetas en dólares y me lo dio como si fuese mi dote. Las madres no son tontas y ella sabía que mi partida tenía que ver más con los sentimientos que con los estudios. Sé que dentro de ella, alimentaba la ilusión de que me fuese bien, que yo arreglase todo aquello que en su vida no había conseguido. Creo que volcó en mí esos deseos que mil veces tuvo de huir y que nunca tuvo el valor de cumplir. Lloró en el aeropuerto y me dijo que siempre me querría, que yo era su hijo… seas como seas. Ahí supe que ya no había vuelta atrás. Que la persona que más me importaba en el mundo daba su visto bueno. Cómo tengo grabada en la mente su cara, su figura menuda agarrada a un pequeño bolso siempre preparado para una huída que nunca ocurrió.  Nunca supe si mi madre fue feliz en su vida, nunca lo reconoció, sin embargo en aquel momento sonreía, sonreía al verme cumplir un sueño, un sueño que ni siquiera conocía, un sueño que también era suyo. Estoy seguro que se quedó mirando el avión hasta que se convirtió en un puntito y ella viajó conmigo, su mente se vio hablando en extranjero, paseando por avenidas eternas y edificios interminables. Me prometí que la traería a visitarme en cuanto tuviese un sitio en el que quedarme. Un sitio que veía con Simon. Un apartamento maravilloso en el que seríamos felices y comeríamos perdices, si es que se comían en América. Pero el amor es ciego. Muy ciego. Es ciego y tonto. Ciego, tonto e inocente.

Así que llegué un frío día de diciembre y cuando aparecí en  el control de pasaportes, me sentí como quién llega al nuevo mundo en busca de un futuro ya olvidado. Me agarraba a mi pasaporte y mi cartera con un miedo alimentado por la ficción y me negaba a pensar en obstáculos. El primero no tardaría en llegar. Cuándo un oficial hispano cogió mi pasaporte y me miró, supe que algo raro ocurría. Comprobó una serie de cosas que yo no alcanzaba a ver, se levantó, habló con un compañero, cogió el teléfono y sin más contemplaciones me dijo que le acompañase a la oficina donde estaba la policía del aeropuerto. Así que me senté en una silla rodeado de otras personas con cara de susto y mis peores temores comenzaron a tomar fuerza.

Fin del capítulo de hoy. Me gusta dejarte en tensión, pero tranquila, pasase lo que pasase estoy aquí escribiéndote hoy, por lo que ni estoy muerto, ni en la cárcel… o… ¿quién sabe? Puede que me encuentre donde menos te imaginas… A lo mejor al final te doy una sorpresa, pues en esta vida nada es lo que parece y todo parece lo que es…

Ay, mi niña, escribe pronto y perdona si lo que escribo hoy no tiene pies ni cabeza, pero la muela es la del juicio y cuando duele agota mi nivel del mismo…

Te quiero mucho.


Uli.

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