ESPERANDO...

ESPERANDO...

miércoles, 25 de junio de 2014

LO POSITIVO DE LO NEGATIVO

Buenos días niña,

que sí, que sí, que sí... que ya he captado en tu correo la desesperación por saber lo que pasó con Simon. ¿No crees que siete correos son un poco exagerados? Jaja... Me ha encantado tu descripción de cómo estuviste a punto de tirar el café con leche a la pantalla del ordenador cuando dejé la tensión así en  el último correo. Chica, será deformación profesional. ¿Te he dicho ya que estudié para ser guionista? Igual sí, igual no... La verdad es que no me acuerdo y no me apetece echar para atrás y ver lo que te escribí. De todas maneras como tengo memoria de pez...

Uy, uy, uy... me están llegando hasta aquí tus gritos y que te estás acordando un poco de mis padres que en paz descansen... Bueno, eso no te lo acabo de adelantar, pero no es el momento. Vale.. voy... que encima parece que me estoy tomando a cachondeo todo lo que pasó y no debería.

Allí voy:

Como te contaba, se abrió la puerta y ahí estaba Simon. Con una sonrisa que no era sonrisa. Me habló. Y la voz me fue desconocida. Me sentí desconcertado. Mi primer impulso fue lanzarme a sus brazos. Besarlo. Darle todas las caricias que me había negado. Soy así de idiota. Mi rencor se diluía en su mirada y perdía el control de mi mente. Ni siquiera recordaba las palabras que había oído por teléfono: "Simon ha muerto". ¿Cómo podía ser tan cruel? Sería que no quería verme más. Una excusa para que le deje para siempre. Pero, si era así... ¿por qué me había dado esa dirección? Quería besarle. Quería besarle mucho. Pero algo fallaba.

-Hola, Ulises, soy Sam.

"Soy... Sam..."... todo pasó de nuevo por mi mente. Había perdido la memoria. La locura había raptado su mente. Estaba gastándome una broma....

Pero no. Era Sam. Era el hermano gemelo de Simon. ¿Por qué nunca me dijo que tenía un hermano? Y sobre todo... ¿por qué no me preparó para su muerte y para darme de morros con su fantasma de nombre Sam? Me quedé sin habla. No sabía que hacer. Si darle la mano o mi vida. Porque era más Simon que el propio Simon. Un Simon heterosexual hasta la médula. Un Simon que no se interesaba por mis labios. Que no imaginaba un futuro a mi lado. Un Simon que hablaba de novias, de partidos de fútbol, de tías en pelotas...  Era una broma macabra de la que quería escapar. Una pesadilla de la que debía despertar. 

Me sentó a su lado. Me ofreció una cerveza y yo evité sus ojos. Me hacía daño oír su voz. Esa voz que ni siquiera se parecía a la de Simon pero que tan igual se me asemejaba. Me explicó lo del accidente. No quise escuchar. Intentó explicarme que quiso despedirse de mi, pero no tuvo tiempo de decir cómo. Me contó y me contó tanto... Yo sólo deseaba salir de allí. Huir para siempre. Volver a España y pensar en la manera de desaparecer. Simon había muerto. Y eso era la única realidad. 

Sam me dio un abrazo. Un abrazo de comprensión y vacío de sentimiento. Al menos ese sentimiento que tanto necesitaba en ese momento. Reconozco que deseé que fuese gemelo del todo. Gemelo en sus deseos, en sus susurros, en sus  pasiones, en sus caricias. Gemelo en mi vida, en mi futuro, en mis sueños abrazados a él... Deseé cerrar los ojos y sentir sus labios. Negar la muerte y descubrir la vida. Deseé que hubiese sido Sam el que hubiese muerto en ese accidente. Porque no  te lo dije pero iban los dos en el automóvil. Y Sam, el heterosexual, había bebido cervezas heterosexuales. Había caído en una borrachera absurdamente heterosexual y, claro, no podía conducir su heterosexual coche. En esos momentos lo odié. Mucho mucho. Si no hubiese bebido, habría conducido él. Simon estaría vivo y me estaría abrazando mientras YO lo consolaba por la horrible muerte de su hermano. Pero así de cruel es la vida. Así de cruel era mi vida y parecía sorprenderme a cada segundo.

Sam me dijo si tenía donde quedarme. Le dije que no. Me dijo que me quedase en su casa. El tiempo que necesitase. Sonreí. No sé por qué sonreí. Quizás porque cuando la gente dice "el tiempo que necesites" es un par de días y no siete u ocho meses.  Yo quería huir. No podía quedarme ahí, pero no tenía donde irme. Además me habían robado. Dije que si y me llevó a una habitación. Además estaba con ese jet lag que se apoderaba de mis párpados. Esa vuelta al pasado. Retroceder varias horas que me obligarían a vivir todo, otra vez...  El resto de la noche se pierde en la bruma. Sé que me acosté y soñé. Soñé con Simon que decía adiós. Soñé con Simon que me pedía perdón y me aseguraba que todo pasaba por algo... que tan sólo debería esperar....

Y es que todo pasa por algo niña. TODO. Nunca lo olvides. Incluso lo peor es por algo y siempre trae algo positivo. Si te pasan cosas malas, llora si te hace falta, pero piensa que dentro de un tiempo sabrás la razón por la que ocurrió. Encontrarás la parte positiva. Te lo aseguro....

Hoy no te dejo en ascuas. El próximo día te iré contando lo que pasó. Fueron muchos años... muchos años aceptando... hasta hoy...

Un besito muy grande... mi Penélope...

Ulises.

jueves, 19 de junio de 2014

LADRONES DE SUEÑOS

Mi niña Penélope,

me duele muchísimo lo que te está pasando. Lo daría todo por estar allí y ayudarte. Ella no te merece. Tú necesitas alguien que te quiera. Siempre fuiste amor... mejor dicho AMOR. Así, con mayúsculas. ¿Recuerdas cuando decíamos que si no encontrábamos a nadie  pasados los cuarenta nos casaríamos? Qué inocentes éramos. Nos creíamos heterosexuales de manual y escondíamos nuestros deseos en rincones oscuros y miradas traicioneras. Pues ya hemos pasado la barrera de los cuarenta y en un par de años nos plantamos en el medio siglo. Hay veces que me importa muchísimo. Que por más que me digan que aparento 34, los años son los años y tengo dolores orgullosos de sus trienios.  Y no sé qué hacer para animarte. Es verdad que las relaciones tienen fecha de caducidad, pero es mejor no llegar hasta el tope, porque es como los alimentos... si pasa de esa fecha, empieza a oler y es perjudicial para la salud. Es mucho mejor abandonar antes de que se corrompa. Dejar que la carne aún esté fresca y no ser testigos de su decadencia.  Pero que conste que yo creo en el amor. Creo mucho. Siempre lo he hecho. Ya lo sabes. El romántico empedernido que pensaba en una vida con mujer, hijos y un perro que corretease por el jardín. Eso eran los ochenta, ¿no? No podías mostrarte como eras, pues oías que a finales de los setenta metían a la gente en la cárcel por ser homosexual. Otra cosa que no podías comprender. ¿Cárcel? ¿Por amar? No nos cabía en la cabeza. Ser perseguidos por sentir. Ser odiados por mostrar amor. Ser calificados como perros, como monstruos y no entender qué hacías mal. Yo no sé si tú lo pasaste tan mal como yo... algún día tienes que contármelo, aunque creo que te cuesta abrirte en ese aspecto. Cuánto nos hubiésemos apoyado si te hubiese contado mi, entonces, problema.

Qué rollero soy, ¿verdad? A veces pienso que me gustaría poder ayudar a todos esos muchachos que sienten lo que yo sentí en su momento. Que mis palabras lleguen a sus ojos y sientan que les puedo aconsejar. Porque creo que he vivido de todo. Que he pasado por todos los tipos de relaciones que una persona puede encontrar. Que he intentado arreglar en ellas todo lo malo que acampaba en el matrimonio de mis padres. Y esa fue mi labor durante tantos años. Igual que la búsqueda de Simon. Él era mi Penélope. Mi Odisea particular. La locura del amor en unos años en los que todo te daba miedo. Pero tenía la fuerza suficiente para eso y mucho más. Así que llegué a Manhattan. En uno de esos autobuses que tanto había visto en las películas. Con una pequeña maleta y una mochila cargada de sueños. Esos sueños que me robaron nada más pisar la calle. Tenía que ser así. No me preguntes cómo fue. Pensé que en Nueva York los ladrones eran magos duchos en el arte del robo. No recuerdo si dejé la maleta en el suelo o si me la cambiaron por un botijo. La cosa es que me vi tan sólo con la mochila en la que, al menos, llevaba mi pasaporte, mi libreta, algún que otro libro, dinero y una camiseta de "Grease" que me negaba a dejar al amparo de las manos descuidadas de ciertos trabajadores del aeropuerto. Creo que me puse a llorar. Hacía frío. Era diciembre. Pronto llegaría la navidad. Esa que empezaba a aflorar por todos los rincones de aquella apasionante ciudad.

Y tenía que encontrar a Simon. Su dirección estaba tatuada en mi mente, a fuego, a pasión, a obsesión. Me fui a una cabina y saqué unas monedas. Me perdí un buen rato intentando entender cómo funcionaban las cabinas allí. Me equivoqué un par de veces y pedí perdón en mi mejor inglés. Al final marqué el número con cuidado y me respondió una voz que creí la de Simon.

-¿Simon?

Pregunté con el corazón a mil, los labios repletos de besos y las manos exudando caricias.  La voz se excusó diciendo que no era Simon. Yo le dije que era Ulises. Que estaba en Nueva York. Que le quería. Que no podía vivir sin él. Y la voz me dijo que si no lo sabía. Y yo le dije que si no sabía qué. Y la voz se quebró y me dijo que era su hermano. Que Simon había muerto. Así. De sopetón. Sin anestesia. Me quedé sin habla. Y como Nueva York tiene un mecanismo especial a disposición de cada habitante y su humor, empezó a nevar. Pequeños copos que me rodearon. A lo lejos creo que escuché unos niños cantando villancicos. Pensé que por qué los niños en América cantaban tan bien. Que los niños españoles me parecían muchachos poseídos gritando que hacia Belén va una burra rinrin.... Creí haberme equivocado en la palabra. Mi inglés no era tan bueno (te diré que mi inglés era muy bueno) y volví a preguntar. Y me confirmó que si. Que había muerto. Y dijo que no habían podido llamarme. ¿A mi? ¿Por qué? Pues porque Simon hablaba de mi a todas horas. Que me amaba, pero que no quería hacerme sufrir. El hombre del teléfono me dio una dirección y me dijo que fuese allí. Que tenía algo para mi.

Y todo se convirtió en una pesadilla. Recuerdo que paré un taxi, sin saber si la dirección en cuestión estaba a dos mil kilómetros de distancia y me costaría los 600 dólares que llevaba. Afortunadamente no estaba muy lejos. Me bajé del taxi y pague religiosamente lo que me decía el señor conductor de primera, acelera, acelera... (perdona, que me voy de cabeza). Tuve con él un pequeño percance, pues me exigió la propina. Así, como suena. Exigió. Con el tiempo me he dado cuenta de que la propina es sagrada, pero esto no viene muy a cuento. Así que me acerqué a la puerta del edificio. De esos con escaleras de incendios. Salté una alcantarilla de esas que echan humo. Sí. No es una leyenda urbana, echan humo. Y llamé al timbre. Me dijo que subiese al piso cuatro sin ascensor. Lo hice. Me acerqué a la puerta. Abrió y me quedé de piedra. Simon estaba allí. Mirándome. Con cara de tristeza. Y sí. Me desmayé. Quizás porque estaba muerto de hambre. Por las alcantarillas con humo. Por la nieve. Por la propina del taxista. Me desmayé y sus brazos me debieron de recoger llevándome al interior de la casa.

En fin... el próximo día te cuento lo que vino después. Para sorprenderte un poco más.... Es una historia bastante increíble...  Espero que puedas esperar.

Penélope, quiero hacer algo para que te encuentres mejor. ¿Por qué no te vienes aquí y pasas unos días? Te ayudaría a superar esta situación. Plantéatelo.

Sobre todo no tardes en escribir, que necesito tus palabras.

Hasta pronto, niña,

Ulises.



lunes, 9 de junio de 2014

LAS NEURAS DE MI VIDA...

Buenas noches, niña...

Por fin he recibido un correo tuyo.  Vale.. que si, que soy tremendista. Que me gusta más un drama que a un tonto una tiza (nunca he aceptado mucho esta frase,  porque a quién no le gusta una buena tiza, no?). Pero me tienes que entender, que cuando empezamos este intercambio de mensajes lo hicimos con ganas y muy fluidamente. Por eso, al sentirte apartada, pues me preocupé. La verdad es que he recorrido millones de terapeutas a fin de curarme de este mal con el que me infectó la madrastra de Blancanieves cuando mordí la manzana. Pero si cuando era pequeño me dedicaba a colocar todos mis juguetes y complementos en perfecta armonía: tiendas de campaña, mesas con sus platos, monerías varias... y, así, cuando tenía todo preparado para un perfecto día de campaña, cogía carrerilla (yo, el que cogía carrerilla era yo) y me lanzaba cual Godzilla  carnavalero y no dejaba juguete sano. Me daba igual imaginar que era un Tsumami, un terremoto nivel 45 en la escala Richter o directamente el Fin del Mundo. Un buen psicólogo o terapeuta de chipirones en su tinta, me hubiese dicho en un abrir y cerrar de ojos que estaba volcando mis traumas infantiles contra esos juguetes que no tenían culpa de nada y a los que pedí perdón en un futuro muy lejano cuando vi Toy Story y se confirmó la teoría de que esos mismos juguetes, cuando los dejábamos solos, cobraban vida y acampaban a sus anchas por mi entretenida habitación. Y te lo digo en serio... hoy en día pienso en ellos, mirando estáticos mis enormes pies, regalando patadas a diestro y siniestro, deseando abrir sus boquitas y pedir clemencia. A saber dónde se encuentran hoy, pero allá donde estén, quizás reciclados en una botella de aguarrás o (si, por favor, por favor...), en otro juguete mejor tratado por niños de colegios bilingües y padres con siete u ocho carreras universitarias (todo esto lo digo en broma, espero que lo captes y no me borres para siempre).

Bueno... que me voy del tema y te dejé con la duda de mi llegada a Nueva York. Creo que lo último que te dije es que me llevaron a una sala tras mostrar mi pasaporte. Ese era uno de mis mayores terrores catastróficos. Que pensasen que era un terrorista a punto de atacar el planeta entero y que no sería salvado ni por Jack Bauer (si no lo sabes es el héroe de la serie 24 y que no viene a cuento, pero mi mente no es que venga mucho a cuento con la vida...). Supongo que siempre tengo cara de culpabilidad por todo. Cuando iba a mirar discos al Corte Inglés, siempre pensaba que me iban a detener por mi oculta intención de llevarme tres televisiones, cinco ordenadores y una lavadora secadora. No podía quitarme esa sensación de que todos me estaban mirando y que tú, como siempre has sido tan lista, a estas alturas ya sabrás que era una consecuencia de aquel profesor que me marcó en la infancia, una consecuencia de que no tenía derecho a ser feliz, a vivir mi vida, a regalarme el estigma de que pasase lo que pasase, siempre iba a ser observado por el mundo, como el monstruo que era, como la anormalidad que caminaba por las calles y vivía de prestado. Y eso debió de captar el señor dueño de la frontera de Nueva York, porque me envió derechito a la sala de apestados y esperé asustado. Imaginaba mis maletas dando vueltas solitarias en esa cinta que escupe las miserias de aquellos que no pertenecen a ese lugar. Con sus ojitos diminutos, ansiando mi mano, ansiando ser abiertas por mi. Pero yo seguía sentado allí. Pensando si en el formulario verde que me habían dado en el avión, había equivocado mi pensamiento, apuntando que mi intención era acabar con el presidente de los Estados Unidos (NOTA: señores y señoras que lean estos correos, tengan en cuenta de que he dicho que era un pensamiento perdido, una excusa que puse a mi detención neoyorkina, no que en ningún momento desease llevar a cabo semejante atrocidad y, ya de paso, si me lo permiten, les preguntaré a qué viene semejante chorrada de pregunta... ¿Hay alguien que haya puesto abiertamente que SI? Pero digo que yo NO, que NO y que NO, que adoro América y a su presidente... si es necesario... a todos...). Y no, no había puesto nada en contra del presidente. Me atendió una muchacha muy simpática y de un color azabache que quitaba el sentido y me pidió los papeles. Se los dí. Me miró más seria. Me puse con cara más de culpable. Ella lo notó. Miró al ordenador. Levantó una mano y vino otra mujer. Yo creo que noté cómo el estómago se me descomponía completamente. El ruido se hizo insoportable y las mujeres me miraron. Creo que pensaron que tenía el cuerpo repleto de cocaína en bolsitas cerradas al vacío y que estaban haciendo su camino por el eterno camino de mis intestinos. Lo pasé muy mal... de verdad. Juré buscar en Estados Unidos al mejor terapeuta que curase mis neuras y poder ser feliz. Que no podía vivir siempre con semejante pesar.

Pero la mujer policía me entregó el pasaporte y me preguntó si podían hacerse una foto conmigo. Yo ya no entendía nada. Las dos se agarraron a mi cintura y pidieron a un compañero que disparase la cámara que le entregó una de ellas. Yo no sabía si reír o llorar. Si en ese país las fotos de los presos, antes de acabar en Guantanamo o algo así, se hacían con aquellos que te habían apresado entre sonrisas de orgullo.  Y, de repente, me vi fuera. Con las piernas temblando. Apresurando mi paso hacia mis maletas que lloraban angustiadas y mareadas en esa cinta sin fin... Creo que vi cómo movían la etiqueta identificativa como si fuesen perritos ansiosos de ser acariciados por su dueño. Y las recogí. Caminé un poco más tranquilo y me sentí, por fin en Nueva York. Bueno.. aún no, porque estaba en el aeropuerto y la sensación aún no era plena. 

Aún tenía que llegar a Manhattan.. Y no iba a ser tan fácil... Pero te lo cuento en otro momento... que me muero de sueño y mañana hay que madrugar. 

Un besito, mi Penélope... por favor.. en tu próximo correo dime algo de eso que te estás planteando dejarlo todo e irte a ayudar a África... me parece una idea bestial.. pero no sé, como que no te veo, la verdad...

Hasta pronto, niña...

Ulises.

jueves, 5 de junio de 2014

LA NIÑA DE CLASE...

Mi querida Penélope:

Hace mucho que no sé de ti y me empiezo a preocupar un poco. La verdad es que tampoco tengo un teléfono tuyo al que llamarte y eso lo hace más imposible aún. Me pregunto cómo no nos hemos intercambiado teléfonos y demás. De todas maneras quiero pensar que estás sumida en tus mortadelas y chorizos de Cantimpalo (¿se escribe así). 

Te voy a contar una cosa antes de seguir con la historia de mi éxodo a Nueva York. Esta mañana estaba en el gimnasio, porque parece ser que si no vas al gimnasio y tienes un cuerpo envidiable, pues no eres persona que vaya con la moda de este mundo nuestro. Ah.. y que conste que ni yo tengo un cuerpo envidiable ni voy a la moda, pero pago el gimnasio religiosamente aunque lo visite dos o tres veces al mes para justificar mi desidia. Pues eso, que me lío, que estaba en el gimnasio y dos abueletes han dicho algo sobre el bar que lleva un "mariquita".  Ni decir tiene que me han dado ganas de estamparles contra las espalderas y jugar con ellos a que soy el malvado de la película "Saw". Y de repente, me ha venido a la memoria la crueldad infinita del ser humano. Esa que me marcó la infancia, que me marcó la vida. Uno siempre se pregunta cuando fue el momento que la sociedad decidió hacerte sentir diferente, que decidió que no tenías derecho a ser feliz. A mi me ocurrió en quinto de E.G.B. Yo era un niño supuestamente feliz. De esos que no saben de partidos de fútbol ni palabras mal sonantes. De esos que deseaban hacer una casa de muñecas, esa que recreaba con cajas de cartón y en las que imaginaba vidas que maquillaban la que tenía a su alrededor. Era un niño al que le gustaban las muñecas, que deseaba aprender a peinarlas y que se fascinaba por los animales. Miraba a mi alrededor y veía a mis compañeros, orgullosos de sus heridas de infancia. Envalentonados  por una temprana masculinidad que no sabía de sentimientos.  Y llegó ese día, una tarde que igual era verano o un otoño temprano. Recuerdo luz. Mucha luz. Y el profesor dijo la frase: 

-Hoy, la niña de clase nos va a cantar una canción.

Por aquel entonces, esos colegios de "caras al sol" e himnos de entrada, no se planteaba colegios mixtos ni concesiones que atentasen contra esa falsa moralidad. Así que todos reconocieron la crueldad y me miraron. Yo los miré. El profesor me señaló. Y acepté mi papel sin saber la razón por la que la vida me colocaba en esa situación. Me levanté arropado por las risas crueles de mis falsos compañeros que me señalaban mientras recorría ese interminable pasillo que me llevaba hasta la cara diabólica del profesor. En ese camino me pregunté "¿por qué?" ¿Qué había hecho yo mal? Era un buen estudiante. Un buen hijo que intentaba agarrarse a esa infancia que me habían arrebatado desde el día en que nací. Creo que escuché algún que otro insulto o quizás me lo regalé a mí mismo. Y canté. Recuerdo que fue una canción de Sergio y Estíbaliz. Se titulaba "Piel". No me preguntes la razón por la que canté eso. Siempre he sido muy hortera a la hora de decidir mis gustos. Canté y canté. Pasé mi mirada por las caras sonrientes y todo terminó. Volví a mi sitio y fui condecorado con el título especial de "Mariquita del Colegio". Ahí, mi infancia, se esfumó un poco más. Empecé a ser rechazado por personas que no me entendían. Empecé a esquivar piedras que no eran sólo imaginarias. Tuve que huir. Afortunadamente tuve amigos, pocos, pero estuvieron a mi lado. Y deseé crecer. Crecer muy rápido para huir, sin saber adonde. Huir para siempre. Me imaginaba extranjero. Me imaginaba americano, porque para mi ese país me parecía diferente, me parecía como si en una vida anterior hubiese pertenecido a él. Me juré que algún día volaría a él y recuperaría todo aquello que dejé olvidado.

Pero sobre todo, me preguntaba la razón por la que la sociedad me trataba así. Yo no había hecho nada. No me metía con nadie. Y aprendí a callar. A callar mi pena. Alimenté sueños de familia. Familia con mujer e hijos, un perro y una casa con jardín. Me convencí de que eso era lo verdadero, lo real. Que todos estaban equivocados,... que no era un monstruo. Que ni siquiera yo sabía lo que era y que, quizás, algún día lo sabría. 

Y era una sociedad cruel, repleta de morales religiosas que despreciaban cualquiera que escapase de esa falsa normalidad impuesta. Esa que te obligaba a callar, por no hacer daño a tus padres, por no hacer daño a tu familia, por no hacer daño a tu entorno. Por no convertirte en el despreciado, en el anormal, en el desviado. Y esa sociedad olvidaba que quién peor lo pasaba, el único perjudicado, eras tú mismo. Que te regalaba traumas en una caja de mentiras, traumas que arrastrarías toda tu vida y contra los que tendrías que pelear.

¿Es eso justo? Hoy en día miro a mi alrededor y veo más aceptación, aunque aún se encuentran muchas miradas de desprecio. Esas que se maquillan con modernidad y que a escondidas te consideran raro... no merecedor de esa normalidad que alguien ha decidido. Y aquellos años nos llenaron de miedos, de lugares oscuros en los que encontrarnos y reconocernos. Con el tiempo gané un nuevo título. En bachiller pasé de ser el "mariquita" al "maricón". Era todo un honor en el mundo de las degradaciones. Te miraban a la cara y te lo espetaban sin consideración. Y es verdad que por aquel entonces te cargabas de fuerza. Renacías y "a Dios ponías por testigo" que nunca más pasarías por eso. Ese Dios en el que dejaste de creer a base de bofetadas. Ese Dios al que preguntabas la diferencia entre tú y esos salvajes de heridas en las rodillas y palabrotas inventadas. Poco a poco te apartabas de esa religión que te rechazaba, esa que alguna vez te llevaba a su habitación y se permitía acariciarte la pierna. Y no entendías nada...

Y eso he pensado hoy, mientras esos abuelos hablaban de "el mariquita que lleva ese bar". Esos abuelos que en su infancia debieron de ser aquellos que lanzaban sus represiones sobre aquellos a los que consideraban más débiles que ellos. Eso he oído hoy y me he sentido triste. Me he sentido de nuevo ese niño que salió frente a la clase y cantó "Piel" esa que se le caía a jirones enganchada en las risas y burlas de sus, mal llamados, compañeros....

En fin... pero hoy en día estoy bien. Hace mucho que estoy bien, porque con el tiempo he aprendido que no soy ni mejor ni peor que nadie. Que soy, sencillamente, yo. Y eso es lo importante. Que amo y me aman. Que vivo y dejo vivir. Aunque ese niño aparece de vez en cuando y me mira fijamente. Y le doy la mano y me lo llevo a dar un paseo. Le enseño la vida que igual se perdió, esa que estoy viviendo por él.

Penélope, creo que voy a dejar la historia de mi viaje a Nueva York para la próxima carta. Espero que estés bien y saber de ti.  Te quiero mucho, no lo olvides.

Ulises.