ESPERANDO...

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jueves, 19 de junio de 2014

LADRONES DE SUEÑOS

Mi niña Penélope,

me duele muchísimo lo que te está pasando. Lo daría todo por estar allí y ayudarte. Ella no te merece. Tú necesitas alguien que te quiera. Siempre fuiste amor... mejor dicho AMOR. Así, con mayúsculas. ¿Recuerdas cuando decíamos que si no encontrábamos a nadie  pasados los cuarenta nos casaríamos? Qué inocentes éramos. Nos creíamos heterosexuales de manual y escondíamos nuestros deseos en rincones oscuros y miradas traicioneras. Pues ya hemos pasado la barrera de los cuarenta y en un par de años nos plantamos en el medio siglo. Hay veces que me importa muchísimo. Que por más que me digan que aparento 34, los años son los años y tengo dolores orgullosos de sus trienios.  Y no sé qué hacer para animarte. Es verdad que las relaciones tienen fecha de caducidad, pero es mejor no llegar hasta el tope, porque es como los alimentos... si pasa de esa fecha, empieza a oler y es perjudicial para la salud. Es mucho mejor abandonar antes de que se corrompa. Dejar que la carne aún esté fresca y no ser testigos de su decadencia.  Pero que conste que yo creo en el amor. Creo mucho. Siempre lo he hecho. Ya lo sabes. El romántico empedernido que pensaba en una vida con mujer, hijos y un perro que corretease por el jardín. Eso eran los ochenta, ¿no? No podías mostrarte como eras, pues oías que a finales de los setenta metían a la gente en la cárcel por ser homosexual. Otra cosa que no podías comprender. ¿Cárcel? ¿Por amar? No nos cabía en la cabeza. Ser perseguidos por sentir. Ser odiados por mostrar amor. Ser calificados como perros, como monstruos y no entender qué hacías mal. Yo no sé si tú lo pasaste tan mal como yo... algún día tienes que contármelo, aunque creo que te cuesta abrirte en ese aspecto. Cuánto nos hubiésemos apoyado si te hubiese contado mi, entonces, problema.

Qué rollero soy, ¿verdad? A veces pienso que me gustaría poder ayudar a todos esos muchachos que sienten lo que yo sentí en su momento. Que mis palabras lleguen a sus ojos y sientan que les puedo aconsejar. Porque creo que he vivido de todo. Que he pasado por todos los tipos de relaciones que una persona puede encontrar. Que he intentado arreglar en ellas todo lo malo que acampaba en el matrimonio de mis padres. Y esa fue mi labor durante tantos años. Igual que la búsqueda de Simon. Él era mi Penélope. Mi Odisea particular. La locura del amor en unos años en los que todo te daba miedo. Pero tenía la fuerza suficiente para eso y mucho más. Así que llegué a Manhattan. En uno de esos autobuses que tanto había visto en las películas. Con una pequeña maleta y una mochila cargada de sueños. Esos sueños que me robaron nada más pisar la calle. Tenía que ser así. No me preguntes cómo fue. Pensé que en Nueva York los ladrones eran magos duchos en el arte del robo. No recuerdo si dejé la maleta en el suelo o si me la cambiaron por un botijo. La cosa es que me vi tan sólo con la mochila en la que, al menos, llevaba mi pasaporte, mi libreta, algún que otro libro, dinero y una camiseta de "Grease" que me negaba a dejar al amparo de las manos descuidadas de ciertos trabajadores del aeropuerto. Creo que me puse a llorar. Hacía frío. Era diciembre. Pronto llegaría la navidad. Esa que empezaba a aflorar por todos los rincones de aquella apasionante ciudad.

Y tenía que encontrar a Simon. Su dirección estaba tatuada en mi mente, a fuego, a pasión, a obsesión. Me fui a una cabina y saqué unas monedas. Me perdí un buen rato intentando entender cómo funcionaban las cabinas allí. Me equivoqué un par de veces y pedí perdón en mi mejor inglés. Al final marqué el número con cuidado y me respondió una voz que creí la de Simon.

-¿Simon?

Pregunté con el corazón a mil, los labios repletos de besos y las manos exudando caricias.  La voz se excusó diciendo que no era Simon. Yo le dije que era Ulises. Que estaba en Nueva York. Que le quería. Que no podía vivir sin él. Y la voz me dijo que si no lo sabía. Y yo le dije que si no sabía qué. Y la voz se quebró y me dijo que era su hermano. Que Simon había muerto. Así. De sopetón. Sin anestesia. Me quedé sin habla. Y como Nueva York tiene un mecanismo especial a disposición de cada habitante y su humor, empezó a nevar. Pequeños copos que me rodearon. A lo lejos creo que escuché unos niños cantando villancicos. Pensé que por qué los niños en América cantaban tan bien. Que los niños españoles me parecían muchachos poseídos gritando que hacia Belén va una burra rinrin.... Creí haberme equivocado en la palabra. Mi inglés no era tan bueno (te diré que mi inglés era muy bueno) y volví a preguntar. Y me confirmó que si. Que había muerto. Y dijo que no habían podido llamarme. ¿A mi? ¿Por qué? Pues porque Simon hablaba de mi a todas horas. Que me amaba, pero que no quería hacerme sufrir. El hombre del teléfono me dio una dirección y me dijo que fuese allí. Que tenía algo para mi.

Y todo se convirtió en una pesadilla. Recuerdo que paré un taxi, sin saber si la dirección en cuestión estaba a dos mil kilómetros de distancia y me costaría los 600 dólares que llevaba. Afortunadamente no estaba muy lejos. Me bajé del taxi y pague religiosamente lo que me decía el señor conductor de primera, acelera, acelera... (perdona, que me voy de cabeza). Tuve con él un pequeño percance, pues me exigió la propina. Así, como suena. Exigió. Con el tiempo me he dado cuenta de que la propina es sagrada, pero esto no viene muy a cuento. Así que me acerqué a la puerta del edificio. De esos con escaleras de incendios. Salté una alcantarilla de esas que echan humo. Sí. No es una leyenda urbana, echan humo. Y llamé al timbre. Me dijo que subiese al piso cuatro sin ascensor. Lo hice. Me acerqué a la puerta. Abrió y me quedé de piedra. Simon estaba allí. Mirándome. Con cara de tristeza. Y sí. Me desmayé. Quizás porque estaba muerto de hambre. Por las alcantarillas con humo. Por la nieve. Por la propina del taxista. Me desmayé y sus brazos me debieron de recoger llevándome al interior de la casa.

En fin... el próximo día te cuento lo que vino después. Para sorprenderte un poco más.... Es una historia bastante increíble...  Espero que puedas esperar.

Penélope, quiero hacer algo para que te encuentres mejor. ¿Por qué no te vienes aquí y pasas unos días? Te ayudaría a superar esta situación. Plantéatelo.

Sobre todo no tardes en escribir, que necesito tus palabras.

Hasta pronto, niña,

Ulises.



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