ESPERANDO...

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jueves, 5 de junio de 2014

LA NIÑA DE CLASE...

Mi querida Penélope:

Hace mucho que no sé de ti y me empiezo a preocupar un poco. La verdad es que tampoco tengo un teléfono tuyo al que llamarte y eso lo hace más imposible aún. Me pregunto cómo no nos hemos intercambiado teléfonos y demás. De todas maneras quiero pensar que estás sumida en tus mortadelas y chorizos de Cantimpalo (¿se escribe así). 

Te voy a contar una cosa antes de seguir con la historia de mi éxodo a Nueva York. Esta mañana estaba en el gimnasio, porque parece ser que si no vas al gimnasio y tienes un cuerpo envidiable, pues no eres persona que vaya con la moda de este mundo nuestro. Ah.. y que conste que ni yo tengo un cuerpo envidiable ni voy a la moda, pero pago el gimnasio religiosamente aunque lo visite dos o tres veces al mes para justificar mi desidia. Pues eso, que me lío, que estaba en el gimnasio y dos abueletes han dicho algo sobre el bar que lleva un "mariquita".  Ni decir tiene que me han dado ganas de estamparles contra las espalderas y jugar con ellos a que soy el malvado de la película "Saw". Y de repente, me ha venido a la memoria la crueldad infinita del ser humano. Esa que me marcó la infancia, que me marcó la vida. Uno siempre se pregunta cuando fue el momento que la sociedad decidió hacerte sentir diferente, que decidió que no tenías derecho a ser feliz. A mi me ocurrió en quinto de E.G.B. Yo era un niño supuestamente feliz. De esos que no saben de partidos de fútbol ni palabras mal sonantes. De esos que deseaban hacer una casa de muñecas, esa que recreaba con cajas de cartón y en las que imaginaba vidas que maquillaban la que tenía a su alrededor. Era un niño al que le gustaban las muñecas, que deseaba aprender a peinarlas y que se fascinaba por los animales. Miraba a mi alrededor y veía a mis compañeros, orgullosos de sus heridas de infancia. Envalentonados  por una temprana masculinidad que no sabía de sentimientos.  Y llegó ese día, una tarde que igual era verano o un otoño temprano. Recuerdo luz. Mucha luz. Y el profesor dijo la frase: 

-Hoy, la niña de clase nos va a cantar una canción.

Por aquel entonces, esos colegios de "caras al sol" e himnos de entrada, no se planteaba colegios mixtos ni concesiones que atentasen contra esa falsa moralidad. Así que todos reconocieron la crueldad y me miraron. Yo los miré. El profesor me señaló. Y acepté mi papel sin saber la razón por la que la vida me colocaba en esa situación. Me levanté arropado por las risas crueles de mis falsos compañeros que me señalaban mientras recorría ese interminable pasillo que me llevaba hasta la cara diabólica del profesor. En ese camino me pregunté "¿por qué?" ¿Qué había hecho yo mal? Era un buen estudiante. Un buen hijo que intentaba agarrarse a esa infancia que me habían arrebatado desde el día en que nací. Creo que escuché algún que otro insulto o quizás me lo regalé a mí mismo. Y canté. Recuerdo que fue una canción de Sergio y Estíbaliz. Se titulaba "Piel". No me preguntes la razón por la que canté eso. Siempre he sido muy hortera a la hora de decidir mis gustos. Canté y canté. Pasé mi mirada por las caras sonrientes y todo terminó. Volví a mi sitio y fui condecorado con el título especial de "Mariquita del Colegio". Ahí, mi infancia, se esfumó un poco más. Empecé a ser rechazado por personas que no me entendían. Empecé a esquivar piedras que no eran sólo imaginarias. Tuve que huir. Afortunadamente tuve amigos, pocos, pero estuvieron a mi lado. Y deseé crecer. Crecer muy rápido para huir, sin saber adonde. Huir para siempre. Me imaginaba extranjero. Me imaginaba americano, porque para mi ese país me parecía diferente, me parecía como si en una vida anterior hubiese pertenecido a él. Me juré que algún día volaría a él y recuperaría todo aquello que dejé olvidado.

Pero sobre todo, me preguntaba la razón por la que la sociedad me trataba así. Yo no había hecho nada. No me metía con nadie. Y aprendí a callar. A callar mi pena. Alimenté sueños de familia. Familia con mujer e hijos, un perro y una casa con jardín. Me convencí de que eso era lo verdadero, lo real. Que todos estaban equivocados,... que no era un monstruo. Que ni siquiera yo sabía lo que era y que, quizás, algún día lo sabría. 

Y era una sociedad cruel, repleta de morales religiosas que despreciaban cualquiera que escapase de esa falsa normalidad impuesta. Esa que te obligaba a callar, por no hacer daño a tus padres, por no hacer daño a tu familia, por no hacer daño a tu entorno. Por no convertirte en el despreciado, en el anormal, en el desviado. Y esa sociedad olvidaba que quién peor lo pasaba, el único perjudicado, eras tú mismo. Que te regalaba traumas en una caja de mentiras, traumas que arrastrarías toda tu vida y contra los que tendrías que pelear.

¿Es eso justo? Hoy en día miro a mi alrededor y veo más aceptación, aunque aún se encuentran muchas miradas de desprecio. Esas que se maquillan con modernidad y que a escondidas te consideran raro... no merecedor de esa normalidad que alguien ha decidido. Y aquellos años nos llenaron de miedos, de lugares oscuros en los que encontrarnos y reconocernos. Con el tiempo gané un nuevo título. En bachiller pasé de ser el "mariquita" al "maricón". Era todo un honor en el mundo de las degradaciones. Te miraban a la cara y te lo espetaban sin consideración. Y es verdad que por aquel entonces te cargabas de fuerza. Renacías y "a Dios ponías por testigo" que nunca más pasarías por eso. Ese Dios en el que dejaste de creer a base de bofetadas. Ese Dios al que preguntabas la diferencia entre tú y esos salvajes de heridas en las rodillas y palabrotas inventadas. Poco a poco te apartabas de esa religión que te rechazaba, esa que alguna vez te llevaba a su habitación y se permitía acariciarte la pierna. Y no entendías nada...

Y eso he pensado hoy, mientras esos abuelos hablaban de "el mariquita que lleva ese bar". Esos abuelos que en su infancia debieron de ser aquellos que lanzaban sus represiones sobre aquellos a los que consideraban más débiles que ellos. Eso he oído hoy y me he sentido triste. Me he sentido de nuevo ese niño que salió frente a la clase y cantó "Piel" esa que se le caía a jirones enganchada en las risas y burlas de sus, mal llamados, compañeros....

En fin... pero hoy en día estoy bien. Hace mucho que estoy bien, porque con el tiempo he aprendido que no soy ni mejor ni peor que nadie. Que soy, sencillamente, yo. Y eso es lo importante. Que amo y me aman. Que vivo y dejo vivir. Aunque ese niño aparece de vez en cuando y me mira fijamente. Y le doy la mano y me lo llevo a dar un paseo. Le enseño la vida que igual se perdió, esa que estoy viviendo por él.

Penélope, creo que voy a dejar la historia de mi viaje a Nueva York para la próxima carta. Espero que estés bien y saber de ti.  Te quiero mucho, no lo olvides.

Ulises.

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